Perrault’s Stories
Cuentos de Perrault
(English & Spanish)
Original
Language: French.
English
partly translated anew from Spanish.
Copyright © 2013 Nik
Marcel
All rights reserved.
2Language
Books
(A
Bilingual Dual-Language Project)
Los Cuentos
de Mamá Ganso
La Bella
Durmiente del Bosque
En otros tiempos había un rey y una reina, cuya
tristeza porque no tenían hijos era tan grande que no puede ponderarse.
Fueron a beber todas las aguas del mundo, hicieron
votos, emprendieron peregrinaciones, pero no lograron ver sus deseos
realizados, hasta que, por último, quedó encinta la reina y dio a luz una hija.
La esplendidez del bautismo no hay medio de
describirla, y fueron madrinas de la princesita todas las hadas que pudieron
hallar en el país, y siete fueron, con el propósito de que cada una de ellas le
concediera un don, como era costumbre entre las hadas en aquel entonces; y por
este medio tuvo la princesa todas las perfecciones imaginables.
Después de la ceremonia del bautismo, todos fueron
a palacio, en donde se había dispuesto un gran festín para las hadas.
Delante de cada una se puso un magnífico cubierto
con un estuche de oro macizo, en el que había una cuchara, un tenedor y un
cuchillo de oro fino, guarnecido de diamantes y rubíes.
En el momento sentarse a la mesa, vieron entrar una
vieja hada que no había sido invitada, debido a que durante más de cincuenta
años no había salido de una torre y se la creía muerta o encantada.
Mandó el rey que le pusieran cubierto, pero no hubo
medio darle un estuche de oro macizo como a las otras, porque sólo se había
ordenado construir siete para las siete hadas.
Creyó la vieja que se la despreciaba y gruñó entre
dientes algunas amenazas.
Una de las hadas jóvenes que estaba a su lado,
oyola, y temiendo que concediese algún don dañino a la princesita, en cuanto se
levantaron de la mesa fue a esconderse detrás de un tapiz para hablar la última
y poder reparar hasta donde le fuera posible el daño que hiciera la vieja.
Comenzaron las hadas a conceder sus dones a la
recién nacida.
La más joven dijo que sería la mujer más hermosa
del mundo; la que la siguió añadió que sería buena como un ángel; gracias al
don de la tercera, la princesita debía mostrar admirable gracia en cuanto
hiciere; bailar bien, según el don de la cuarta; cantar como un ruiseñor, según
el de la quinta, y tocar con extrema perfección todos los instrumentos, según
el de la sexta.
Llegole la vez a la vieja hada, la que dijo,
temblándole la cabeza más a impulsos del despecho que de la vejez, que la
princesita se heriría la mano con un huso y moriría de la herida.
Este terrible don a todos estremeció y no hubo
quien no llorase.
Entonces fue cuando salió de detrás del tapiz la
joven hada y pronunció en voz alta estas palabras:
-Tranquilizaros rey y reina; vuestra hija no morirá
de la herida.
Verdad es que no tengo bastante poder para deshacer
del todo lo que ha hecho mi compañera.
La princesa se herirá la mano con un huso, pero, en
vez de morir, sólo caerá en un tan profundo sueño que durará cien años, al cabo
de los cuales vendrá a despertarla el hijo de un rey.
Deseoso el monarca de evitar la desgracia anunciada
por la vieja, mandó publicar acto continuo un edicto prohibiendo hilar con
huso, así como guardarlos en las casas, bajo pena de la vida.
Transcurrieron quince o diez y seis años, y cierto
día el rey y la reina fueron a una de sus posesiones de recreo; y sucedió que
corriendo por el castillo la joven princesa, subió de cuarto en cuarto hasta lo
alto de una torre y se encontró en un pequeño desván en donde había una vieja
que estaba ocupada en hilar su rueca, pues no había oído hablar de la
prohibición del rey de hilar con huso.
-¿Qué hacéis, buena mujer?, le preguntó la
princesa.
-Estoy hilando, hermosa niña, le contestó la vieja,
quien no conocía a la que la interrogaba.
-¡Qué curioso es lo que estáis haciendo!, exclamó
la princesa. ¿Cómo manejáis esto? Dádmelo, que quiero ver si sé hacer lo que
vos.
Como era muy vivaracha, algo aturdida y, además, el
decreto de las hadas así lo ordenaba, en cuanto hubo cogido el huso se hirió
con él la mano y cayó sin sentido.
Muy espantada la vieja comenzó a dar voces pidiendo
socorro. De todas partes acudieron, rociaron con agua la cara de la princesa,
le desabrocharon el vestido, le dieron golpes en las manos, le frotaron las
sienes con agua de la reina de Hungría, pero nada era bastante a hacerla volver
en sí.
Entonces el rey, que al ruido había subido al
desván recordó la predicción de las hadas, y reflexionando que lo sucedido era
inevitable, puesto que aquellas lo habían dicho, dispuso que la princesa fuera
llevada a un hermoso cuarto del palacio y puesta en una cama con adornos de oro
y plata.
Tan hermosa estaba que cualquiera al verla hubiera
creído estar viendo un ángel, pues su desmayo no la había hecho perder el vivo color
de su tez.
Sonrosadas tenía las mejillas y sus labios
asemejaban coral. Sólo tenía los ojos cerrados, pero se la oía respirar
dulcemente, lo que demostraba que no estaba muerta.
Mandó el rey que la dejaran dormir tranquila hasta
que sonara la hora de su despertar.
La buena hada que le había salvado la vida
condenándola a dormir cien años, estaba en el reino de Pamplinga, que distaba
de allí doce mil leguas, cuando le ocurrió el accidente a la princesa; pero
bastó un momento para que de él tuviese aviso por un diminuto enano que calzaba
botas, con las cuales a cada paso recorría siete leguas.
Púsose inmediatamente en marcha la hada y al cabo
de una hora vieronla llegar en un carro de fuego tirado por dragones.
Fue el rey a ofrecerle la mano para que bajara del
carro y la hada aprobó cuanto se había hecho; y como era en extremo previsora,
le dijo que cuando la princesa despertara se encontraría muy apurada si se
hallaba sola en el viejo castillo.
He aquí lo que hizo.
Excepción hecha del rey y la reina, tocó con su
varilla a todos los que se encontraban en el castillo, ayas, damas de honor,
camareras, gentiles-hombres, oficiales, mayordomos, cocineros, marmitones,
recaderos, guardias, pajes y lacayos; también tocó los caballos que había en
las cuadras y a los palafreneros, a los enormes mastines del corral y a la
diminuta Tití, perrita de la princesa que estaba cerca de ella encima de la
cama.
Cuando a todos hubo tocado, todos se durmieron para
no despertar hasta que despertara su dueña, con lo cual estarían dispuestos a
servirla cuando de sus servicios necesitara.
También se durmieron los asadores que estaban en la
lumbre llenos de perdices y de faisanes, e igualmente quedó dormido el fuego.
Todo esto se hizo en un momento, pues las hadas
necesitan poco tiempo para hacer las cosas.
Entonces el rey y la reina, después de haber besado
a su hija sin que despertara, salieron del castillo y mandaron publicar un
edicto prohibiendo que persona alguna, fuese cual fuere su condición, se
acercara al edificio.
No era necesaria la prohibición, pues en quince
minutos brotaron y crecieron en número extraordinario árboles grandes, pequeños
rosales silvestres y espinosos, de tal manera entrelazados que ningún hombre ni
animal hubiera podido pasar; de manera que sólo se veía lo alto de las torres
del castillo, y aun era necesario mirarle de muy lejos.
Nadie dudó de que la hada había echado mano de todo
su poder para que la princesa, mientras durmiera, nada tuviese que temer de los
curiosos.
Pasadas los cien años, el hijo del monarca que
reinaba entonces, debiendo añadir que la dinastía no era la de la princesa
dormida, fue a cazar a aquel lado del bosque y preguntó que eran las torres que
veía en medio del espeso ramaje.
Contestole cada cual según lo que había oído; unos
le dijeron que aquello era un viejo castillo poblado de almas en pena y otros
que todas las brujas de la comarca se reunían en él los sábados.
Según la opinión más generalizada, moraba en él un
ogro que se llevaba al castillo todos los niños de que podía apoderarse para
comerlos a su sabor y sin que fuera posible seguirle, abrirse puesto que sólo a
él estaba reservado el privilegio de paso por entre la maleza.
No sabía a quién dar crédito el príncipe, cuando un
viejo campesino habló y le dijo: -Príncipe mío: hace más de cincuenta años oí
contar a mi padre que en aquel castillo había la más bella princesa del mundo,
que debía dormir cien años, estando reservado el despertarla al hijo de un rey,
de quien debe ser esposa.
A estas palabras sintió el joven príncipe que la
llama del amor brotaba en su corazón, y sin duda al instante creyó que daría
fin a aventura tan llena de encantos.
Impulsado por el amor y el deseo de gloria,
resolvió saber en el acto si era exacto lo que el campesino le había dicho, y
apenas llegó al bosque cuando todos los añosos árboles, los rosales silvestres
y los espinos se separaron para abrirle paso.
Caminó hacia el castillo, que veía al extremo de
una larga alameda, en la que penetró, quedando muy sorprendido al observar que
los de su comitiva no habían podido seguirle porque los árboles volvieron a
recobrar su posición natural y a cerrar el paso en cuanto hubo pasado.
No por eso dejó de continuar su camino, pues un
príncipe joven y enamorado siempre es valiente.
Penetró en un extremo del patio, y el espectáculo
que a su vista se presentó era capaz de helar de miedo.
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